Cuando bailamos, somos libres.
Mejor dicho, nuestro espíritu puede viajar por el universo, mientras el cuerpo sigue un ritmo que no forma parte de la rutina. Así podemos reírnos de nuestros grandes o pequeños sufrimientos, y nos entregamos a una nueva experiencia sin miedo. Mientras la oración y la meditación nos conducen hasta lo sagrado a través del silencio y del viaje interior, en el baile celebramos junto con otras personas una especie de trance colectivo.
Se puede escribir lo que se quiera sobre el baile, pero no servirá de nada: es necesario bailar para saber de qué se habla. Bailar hasta quedar exhausto, como si fuésemos alpinistas subiendo una montaña sagrada. Bailar hasta que, en virtud de la respiración agitada, nuestro organismo pueda recibir oxígeno de una manera a la que no está acostumbrado, lo que acaba llevando a la disolución de la identidad y a la pérdida de nuestras referencias del tiempo y del espacio.
Claro que podemos bailar solos si eso nos ayuda a superar la timidez. Pero, siempre que sea posible, es preferible bailar en grupo, pues unos estimulan a los otros y acaba creándose un espacio mágico, con todos conectados en la misma energía.
Para bailar, no es preciso aprender en escuelas: basta con dejar que nos enseñe nuestro propio cuerpo, pues bailamos desde la noche de los tiempos, y eso no lo olvidamos.
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Cuando nos hacemos adultos y envejecemos, tenemos que continuar bailando. El ritmo cambia, pero la música es parte de la vida, y el baile es la consecuencia de la penetración de este ritmo en nuestro ser.
Continúo bailando siempre que puedo. En el baile, el mundo espiritual y el mundo real consiguen convivir sin conflictos. Como dijo alguien que no recuerdo, los bailarines clásicos se mueven sobre la punta de los pies porque están al mismo tiempo tocando la tierra y alcanzando los cielos.